Aire por Leticia El Halli Obeid

Como buena pueblerina de la llanura, ese paisaje me resulta totalmente familiar, comprensible, conocido. Conozco su belleza, conozco su luz a diferentes horas, su sonido, su arquitectura, conozco la manera que tiene el pampeano de aislarse también de esa naturaleza más o menos querida, más o menos odiada, de minimizar la escala del vacío -le oí decir una vez a Jorge Barón Biza: el vacío de la pampa es un desafío metafísico sin par, o sólo parecido al del desierto- por medio de esa cápsula que es el vehículo; el paisaje recortado en una ventana de auto, en el espejo retrovisor, en la cinta angosta de una ruta. Hay una dialéctica de la llanura que consiste en el juego entre una enorme quietud y el movimiento perpetuo, ese ir de un lado a otro estando quietos. En esa escasez de objetos y de eventos –pues todo parece pequeño en la llanura, todo: las construcciones, el cuerpo humano, los esfuerzos, las decisiones, todo contrasta con el tamaño del horizonte- el ojo aprende a reconocer la riqueza de los detalles. Creo que Aire líquido hace una representación muy delicada de esa forma de mirar: nada le sobra, y con cada pequeño dato se construye un mundo solidario con los habitantes de la historia; las relaciones entre los personajes, entre los géneros, entre ellos y los objetos, entre ellos y sus propios pasados, están cruzadas por una solidaridad intensa. Es como si todos ellos supieran que tienen que ahorrar su propia energía vital, y cuidarse entre sí, con una especie de amor desesperado pero recio, un amor capaz de esperar el retorno de los viajeros, de esperar sin esperanzas, donde los gestos de ternura son infrecuentes pero por eso resaltan. Jaqueline es el arquetipo de Penélope, y Aire líquido es el Ulises que viaja buscando algo que es quizás el viaje mismo, plagado de peligros. Ese es el heroísmo sutil de estos personajes.

Pero claro que éstos no son los ganadores de la Pampa gringa. Son más bien los actores secundarios, los que sobreviven con las migajas de la bonanza agrícola, en ese territorio limítrofe entre la riqueza particular y la pobreza general (hay que ver cómo el boom sojero hizo que las rutas estatales contrastaran cada vez más, por su pobreza, con el paisaje exuberante de los campos modernos). Ellos viven justo en ese borde apenas colonizado, entre el asfalto borroso –eso se ve bien en el video-, el puro movimiento, y la quietud de la tierra inaccesible.

Y cuando hablan, sus palabras se ajustan a sus cuerpos; las oraciones son sintéticas, austeras, medidas. Esa mímesis entre texto, cuerpo y paisaje es otra de las relaciones solidarias que la obra tiene entre sus partes.

La escenografía y la música de Aire líquido tienen también ese tono austero, donde cada objeto y cada sonido se recorta del paisaje con mucha delicadeza; cada elemento ha pasado la prueba de la necesidad: no hay lujos, ni sentimentalismos, excepto por la versión suntuosa de una canción de amor lisérgica, un momento de locura total, de desbande, de derroche, una fiesta que sirve para poner las cuentas a cero. Así son las fiestas rituales de pueblo, escasas y por eso mágicas e imprescindibles. Después vuelven los días comunes, iguales entre sí, con pequeñas variaciones; sin embargo algunas de esas sorpresas tienen el tamaño del destino y de la fragilidad de sus protagonistas, que es inmensa, como el paisaje.



Leticia El Halli Obeid.
Artista visual.
Buenos Aires, 2009.

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